domingo, 13 de septiembre de 2015

El ensanche.

Parpadeaba. Como un monitor de rayos catódicos al encenderse su sistema operativo obsoleto, despertando a un mundo que le había destinado a la chatarra. 
El ensanche. Lo conocía demasiado bien. No era un nombre propiamente dicho, pero ¿Cómo llamar a aquella repetición de edificios? 


Como un bosque inmenso, las pilastras sobre las que reposaban los edificios se repetían una y otra vez. Era un gran diseño en papel, o en la maqueta, ideado para recibir grandes premios, apretones de manos y palmadas en la espalda. 
Una idea nefasta, realmente; sí, era muy bonito y realmente los colores blancos, grises y azules daban una sensación urbana; sin embargo, a las cinco horas ya no se sabía qué pintaba aquello allí. El primer el primer dia ya estaba meado. Al quinto día estaba lleno de grafitis, basura y gente escondida haciendo algo ilegal en las esquinas. Drogas. Prostitución. Un jardín de arena, que quería ser zen y no podía, que era arenero de gato lleno de mierda, acumulando agujas infectadas y sangrantes. 
El ensanche. Allí había vivido. Con su cielo podrido, un cielo que quería llover, y no podía. Perenne color acero al que nadie miraba ya. Cuando la ciudad apenas es un reducto y sólo queda la repetición de edificios. ¿Cómo llamar a aquello?
Las luces de neón llenaban la vista por doquier. Tenías que entrecerrar los ojos para no deslumbrarte. O tener uno de esos implantes que estaban tan de moda. Los que permitían ver en diferentes partes del espectro u obscurecer la luz como si llevaras gafas de sol. 
En los edificios, los carteles propagandísticos anunciaban un desierto soleado al que besaba algún tipo de líquido azulado que desconocía. 
Una nueva vida te espera en la urbanización Roquesol. Clamaban los altoparlantes.
Sus bancos de datos internos llamaban playa a aquella extensión de tierra, pero no sabía qué era exactamente, nunca lo había visto, a pesar de ser el mayor reclamo turístico de la ciudad. Nunca se había detenido, nunca había parado en su caminar desde que salió de las puertas de Industrias Robóticas. Y nunca había abandonado el ensanche.
El anuncio había cambiado. Sobre la arena, la mujer que sonreía sostenía un brebaje.. (Deliciosa neo-cola de soja, con auténtico sabor a cola.) Llevaba un atuendo irrisorio. Su termógrafo marcaba diez grados celsius. Nadie podría sobrevivir con un triángulo escaso de tela en el pubis y otros dos, quizá más pequeños, en los pechos. 
Imágenes de un mundo pasado que ya no volvería.
El ensanche. Lo conocía demasiado bien. No era un nombre propiamente dicho, pero ¿Cómo llamar a aquella repetición de edificios?.

Imágen de la revista metalocus.

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